miércoles, 20 de mayo de 2015

CALI, EL DESTINO PARAÍSO DE LOS DESPLAZADOS

El contador del número de víctimas del conflicto armado en Colombia va creciendo cada segundo. Hasta el momento se han registrado 7.392.679, de las cuales Cali se queda con  una buena tajada.
Según estadísticas de la Unidad de Víctimas,  ‘La Sucursal del Cielo’ recibió 16.534 declaraciones de personas que salieron de sus tierras por  actos terroristas, amenazas, homicidios, torturas, secuestro u otras razones, y llegan en busca de una tierra prometida que está a punto de estallar.

Como si se tratara de una enorme colmena, donde la miel abunda, a Cali están llegando  en promedio 25 familias todos los días que se declaran  víctimas. Más o menos cada núcleo familiar está conformado por 5 personas, lo que nos revela una preocupante cifra: Cali recibe a diario 150 personas, en promedio,  que llegan  con una mano adelante y la otra atrás y en busca de ayuda humanitario a económica.

“Tanto va el cántaro al agua hasta que al fin se rompe”, dice un viejo refrán y es precisamente el que más se ajusta a la situación que está viviendo la ciudad con el tema del desplazamiento. Según Felipe Montoya, asesor de paz, solamente con el tema de los Embera Katío que estaban en El Calvario, el Municipio tuvo que desembolsar más de $2.000 millones para cubrir el tema de la salud. Los recursos iniciales para atender a la población desplazada salen del ‘bolsillo’ del municipio, dinero que se deja de invertir en otras necesidades básicas de la ciudadanía.

“El hecho de que seamos un municipio grande  no quiere decir que seamos ricos. El conflicto armado es un conflicto nacional y es el Gobierno nacional quien debe responder por las necesidades. La ciudad no tiene los recursos para mantener a tanta gente”, aseguró el funcionario. Pese a las ayudas que las personas en situación de desplazamiento reciben por ley, muchas de ellas creen que al llegar a Cali van a coger el cielo con las manos, pero luego se estrellan con una dura realidad.

“Llegué de Barbacoas (Nariño) con mis 7 hijos y sola. Recibí un subsidio de arrendamiento, pero eso no me alcanza, así que me tocó irme para  una invasión. En mi tierra salía a pescar y tenía la comida, acá me toca ‘matarme’ vendiendo chontaduro para darle a mis hijos aunque sea arroz. Si hubiera sabido que acá la cosa es tan jodida, me habría  ido para otra parte”, fue el testimonio de Olga, una afrodescendiente campesina a  quien la ciudad se la ‘devoró’. 

Entonces, ¿por qué se vienen para Cali?  Felipe Montoya da una explicación clara del porqué Cali será (más bien ya lo es), la capital del posconflicto y no es sólo cuestión de cercanía geográfica con las llamadas zonas rojas. “Esta es una de las plazas que más ayuda les da a los desplazados y respondemos de manera inmediata. Por ley entregamos  bonos de ayuda humanitaria de $40.000 de aseo y $60.000 de alimentación por persona. Si además llega sin nada y sin una red de apoyo, les damos un bono de mantenimiento de $300.000 y además tenemos una casa de paso que los acoge y les asegura la comida y otros beneficios... la gente se viene atraída por eso”, aseguró Montoya.

Lo increíble es que la gran mayoría llega con la información clara,  saben a dónde ir,  saben qué bonos les van a dar, los papeles que deben presentar y siempre le exigen a la ciudad unas condiciones de dignidad que son difíciles de cumplir. Es mucho el ‘vivaracho’ que se aprovecha. “La otra vez llegaron más de 100 personas de Chocó,  recibieron los bonos y luego  se montaron en un bus y se fueron... ¡le  sacaron a la ciudad $10 millones  en un día!”, dijo el Asesor de Paz.

Para Gustavo Rengifo, profesional de apoyo de la Alcaldía, esta ciudad está a punto de colapsar.
“Muchos se vienen para acá  porque ya tienen a algún familiar y buscan reunificación. Según los cálculos el número de desplazados que va a llegar a Cali este año se va a incrementar entre un 15% y 20%”, aseguró Rengifo.


Para nadie es un secreto que la entrega de viviendas gratuitas brilla como oro a kilómetros de distancia y todos quieren reclamar su botín. “Soy caleño raizal y toda la vida he sido pobre. Pago mis impuestos y  servicios públicos y es injusto que llegue alguien de Cauca o de Nariño y le den casa en menos de un año, en cambio a uno no le ayudan en nada”, aseguró Floresmiro Marín, quien lleva toda la vida anhelando tener un techo propio. Un ejemplo claro de esta situación es Valleverde, donde el 80% de sus habitantes son personas desplazadas. Hasta el momento el ‘Plan Jarillón’ ha reasentado a 3.972 habitantes, la gran mayoría provenientes de otros departamentos.

No todos son malos.
Pese a que la gran mayoría queda con un sabor amargo ante el tema de los ‘nuevos visitantes’, la realidad de estas personas es triste y complicada.“Salí de Padilla, Cauca, porque mi marido se metió en problemas y como no quise guardarle un maletín que estaba lleno de armas, él mismo me iba a matar al niño”, es el testimonio de una mujer de 40 años, que hoy está refugiada en el hogar de paso que ofrece la Asesoría de Paz. Ella sabe que debe ponerse a trabajar, pero lo único que sabe hacer es criar gallinas.

Una situación parecida vive otra mujer del hogar, quien busca a su marido como si fuera una aguja en medio de un pajar. “Mi marido se vino de Chocó porque lo amenazaron y me dejó con mis 6 hijos, Luego me amenazaron a mi y me vine a buscarlo, solo sé que está en una invasión y que yo tengo que trabajar para salir adelante”. 


Entonces, ¿qué puede hacer la ciudad ante este drama nacional? Felipe Montoya respondió: “El mensaje no es que vamos a cerrar las puertas, lo importante es que la Ley de Víctimas se diseñó desde Bogotá, sin tener en cuenta a los entes territoriales y nos pusieron una cantidad de obligaciones que son difíciles de cumplir”.

jueves, 7 de mayo de 2015

SE ACABÓ EL CALVARIO DE LOS EMBERA



LOS EMBERA KATÍO RETORNARON A SU TIERRA


Los espíritus de sus muertos tenían razón. Ellos debían regresar pronto a su tierra, sino una plaga 
de desolación, pobreza, exterminio y pobreza caería con toda la furia sobre ellos, los 202 Emberas 
Katìo que se asentaron en El Calvario. La primera señal de la tragedia que les venía encima fue la de Estefanía, la pequeña de 4 meses que sucumbió por un espíritu de muerte. Luego vinieron otros indicios que anunciaron el peligro. Muchos se enfermaron de tuberculosis, a otros el chikunguña los picó ferozmente, hubo una menor de edad abusada sexualmente y algunos jóvenes se estaban perdiendo entre el envolvente humo del basuco… se gastaban la plata que les dejaban para comer en esos cigarrillos del diablo. 

Para Esteban Queragama, definitivamente estas eran señales del cielo que le indicaban que los Embera Katío debían volver a su tierra, pero pasaron dos largos años antes de que su destino se cumpliera. Mientras tanto, los caleños vieron a las mujeres indígenas con sus bebés tirados en el suelo pidiendo una moneda para poder comer y también vieron a algunos de los hombres perder el orgullo y la dignidad se ser indígenas mientras mendigaban en un semáforo. 

La comunidad Embera, una de las más grandes en el territorio nacional (hay presencia de ellos en 
17 departamentos) desde hace algunos años se empezó a quebrar y varias familias tomaron la 
decisión, sin el permiso de sus gobernadores, de emigrar a otros territorios inhóspitos para ellos. 
Finalmente, luego de desenrollar una maraña de trabas burocráticas y culturales, las 42 familias  
que estaban casi que exiliadas en Cali recibieron la noticia de que todo estaba dado para que 
retornaran a la verdea Dokabú, en Pueblo Rico, Risaralda, donde los esperaban cerca de 8.000 
Emberas más que habitan el resguardo unificado.

EMPACARON SUS COROTOS Y DIJERON ADIÓS.


El martes en la mañana la loca rutina de El Calvario se vio interrumpida por la presencia de camiones, policías, agentes de tránsito y varios funcionarios públicos con emblemas de la Alcaldía, la Personería y la Unidad de Víctimas. Todo fue un corre corre. En improvisados costales y bolsas plásticas comenzaron a embalar ollas, ropa, zapatos, gallinas y hasta perros. Las mujeres se pusieron su mejor traje. Parecían muñequitas de porcelana, de esas que son bajitas, gorditas, con vestido de falda plisada, con ramitas verdes en sus orejas, diademas de flores en su cabeza y con los cachetes y los labios rojos. Definitivamente era una fiesta.

Los más jóvenes sacaron sus celulares y se hicieron las últimas fotos, para dejar retratada la ciudad que los acogió y en la que aprendieron a hablar mejor el español, a escuchar salsa choke, a comer pandebono con café, a cortarse el pelo al estilo americano y a teñirlo de rubio, y hasta los malos vicios de la calle. Porque acá en Cali aprendieron de todo. “Yo me voy a llevar la antena de Direct Tv porque no me pienso perder las novelas”, relató uno de  los jóvenes Embera, que ya había cambiado sus collares de chaquiras rojas, amarillas y azules, por cadenas y pulseras al mejor estilo blín blín, ese que se impone en la calle. 

Ante la mirada de drogadictos, borrachines, y recicladores de El Calvario, fueron saliendo los costales cargados con los corotos, perros y recuerdos que se acomodaron en cinco buses y cinco 
camiones que los llevarín a su destino. La luna se impuso en el cielo y poco a poco el olor a achiote, humo, y perro mojado se fue extinguiendo de entre los roídos cuartos de los inquilinatos donde residieron durante dos años. Quizás, solo dejaron uno que otro espíritu rondando en la noche.

ARRANCÓ LA CARAVANA. 

El reloj marcaba las 8:30 de la noche cuando la caravana que llevaba a los Embera Katío, a algunos funcionarios y medios de comunicación, empezó un largo viaje de 9 horas por carretera, recorriendo 295 kilómetros hasta internarse en la cordillera occidental del departamento de Risaralda.  “Acá sufrimos mucho, nosotros estábamos acostumbrados a cultivar plátano, yuca, cacao y en la 
ciudad pasamos hambre y enfermedad”, relató Compilia Campo mientras miraba por la ventana del bus El Calvario que dejaría atrás.

La sonrisa en aquellas caras indígenas, pintadas con figuras en tintura negra y roja, comunicaba lo 
que no lograban hacer con su lengua, porque el 70% de los Embera no habla ni entiende bien el 
español. Sus dientes ‘picados’ y negros por el tabaco delataban su felicidad de regresar al resguardo del cual salieron, según ellos, por el conflicto armado, pero todo parece indicar que fue por problemas internos con los Chamì.
Asì lo asegura Mónica Gómez, de la asesoría de paz de Risaralda y quien los conoce muy bien. “Hay problemas de división entre los Embera. La rosca de los Chamì se quedan con las ayudas, los empleos, las cosechas y a los Katío los están dejando a un lado, por eso ellos buscan que hacer. Lamentablemente los que salieron se fueron a mendigar, ya habíamos tenido el caso de 2.000 indígenas que se fueron para Bogotá y estuvieron casi 10 años. En el 2012 hicimos el proceso de retorno, así que los otros imitan el mismo comportamiento, el de la mendicidad”, aseguró la 
funcionaria.

El viaje estuvo tranquilo. Increíblemente los niños no lloraron, como si sintieran la calma que da 
estar en el vientre, en esa tierra que los parió. Las mujeres continuaron maquilladas, con sus labios 
y cachetes rojos a pesar del largo recorrido. “Dios supo que estábamos mal y por eso nos hizo 
regresar. Todas las noches le pedíamos en oraciones que nos hiciera volver”, dijo María Melba  Arce, mientras empuñaba uno de los 7 collares que tenía colgados en el cuello, según ella son símbolo de protección y representan los espíritus de sus ancestros.






Hacía las 4:40 de la mañana del miércoles, la caravana llegó hasta el Puente de la Unión, aquel por 
dónde pasa el río San Juan, ese mismo que cuyo vaivén conduce hasta Chocó. Allí tocó esperar a 
que el sol despuntara para poder iniciar por trocha una caminata de 20 minutos hasta Dokabú, donde los esperaban las autoridades indígenas Embera. 

Irman Ciànaga contó que los gobernadores harían una asamblea, para acomodar a los ‘recién llegados’ y devolverles el pedazo de tierra que habían dejado abandonado sin autorización. “Ellos 
acá tendrán todo lo necesario para volver a empezar y queremos que lo hagan bien, no habrá ningún problema”, aseguró tajantemente mientras sostenía su bastón de mando, ese que lo baña de poder.

Con la luz del sol rápidamente se iluminó la tierra prometida. Un extenso Valle enmarcado por la cordillera occidental, donde todo se mueve al ritmo del río y donde se escucha claramente el 
cantar de la naturaleza. Al lado de una escuela fue el descargue del ‘chivo’ de los Embera y también los esperaba una comisión de la Unidad de reparación de Víctimas con remesa y enseres. Las 42 familias serían ubicadas temporalmente en casas de sus familiares, mientras les construyen 
42 casas nuevas donde ellos deben volver a empezar. 

El encuentro no fue de jolgorio. Los ya asentados bajaron de la montaña a ayudar con el trasteo a 
lomo de mula, en motocarros y en canastos. Arnoldo Queraca Matumay, salió de 17 años de su 
tierra con conocimientos en agricultura y llegó dos años más viejo, con dos hijos, hablando español, aprendió a manejar el celular y hasta a pegar zapatos. Los bebés que nacieron en Cali no 
aprendieron a caminar sobre el pasto verde, sino que aprendieron a hacerlo esquivando los carros y las carretillas, esas que son el pan de cada día de El Calvario. No hay duda de los que regresaron 
a Pueblo Rico son Embera Katío, pero ya no son los mismos.

Hacía el medio día la caravana que los acompañó desde Cali se despidió. El retorno de los Embera 
Katío fue todo un éxito y un dolor de cabeza menos para la ciudad que recibe casi 17.000 desplazados por año. Los 202 Embera que marcaron un episodio de la historia de Cali, se fueron perdiendo entre la espesura de la montaña con sus trajes de colores, sus costales y hablando su lengua katío. Se alejaron no sin dejar esa sonrisa, esa que se escondía tras la sombra de El Calvario.

*Nota publicada en el periódico Qhubo
Fotos: Giancarlo Manzano